jueves, 14 de febrero de 2008

Ni el cielo podía ocultar su nostalgia. Las nubes de tono gris y el cielo pintado de azul-melancolía delataban la tristeza que desprendía, y lentamente bajaba una ligera e inocua brisa que todo lo envolvía.

Todos descendían con una maleta en la mano y la cabeza llena de memorias irremplazables e historias sin contar. El hijo menor de la familia se marcha, deja atrás por un tiempo todo lo que conoce: las comodidades, las sonrisas nacaradas y los enojos memorables. Se aleja para seguir su sueño, para crecer.

Todos caminan hacia el auto sin pronunciar una sola palabra, para no demostrar tan pronto la nostalgia y tristeza que provoca la partida del ser amado. Las maletas estaban acomodadas en la cajuela, el espacio era perfecto para ellas. En su interior guardaban un pedazo de vida, lágrimas cristalizadas y sueños por cumplir; cada playera llevaba el olor del hogar y los pantalones guardaban celosamente el recuerdo de amores pasados.

Mi madre, que días antes ya demostraba la soledad que sentiría, lo abrazaba como aferrada a él, mientras mi padre encendía el carro. Mis ojos ya tenían ese brillo característico, el mismo con el que mi hermano se daba cuenta que algo me provocaba el llanto e inocentemente se burlaba. No me atrevía a voltear y a mirarlo porque sabía que el río que guardaba detrás de mis parpados saldría rápidamente y se deslizaría sobre mis mejillas, como cascadas, perdiéndose en mis labios y en mi barbilla.

El último viaje juntos por un largo tiempo. Las ultimas miradas a tan caótica pero a la vez amada ciudad. El tráfico de las cinco y media de la tarde y el sonido de los autos nos acompañan, lo despiden.

Mis padres tan previsores procuraron llegar tres horas antes del vuelo; el camino fue ameno pero en instantes lleno de silencios con sabor a añoranza. Los días anteriores a éste, los viajes habían sido iguales.

Como la mañana en la que fuimos a casa de nuestra siempre amada abuelita. Desayunamos con ella y dos de mis tías, también estaban dos de nuestros primos ahí. Los primeros aires de tristeza ya se dejaban ver, escondidos debajo de las escaleras de madera, siempre tan ruidosas, y en el patio donde solíamos jugar de niños y donde también innumerables ocasiones nos picamos con las espinas de las rosas, que parecían celosas del cariño de mi abuela. Llego la hora de las despedidas, y yo salí a encender el automóvil, porque seguía conteniendo el río detrás de mis parpados. Primero mis tías, que no aguantaron el llanto y se salieron a hacerme compañía, luego mis primos que dieron todo tipo de consejos y palmadas de aliento. Y al final nuestra abuelita, esa mujer de pelo cano y chino, con los ojos de color gris que de pronto se tornan turquesa, esos que irradian la felicidad y cansancio de tantos años llenos de difíciles pero felices situaciones, todo para sacar a sus siete hijos adelante. Colmó de anhelos, sueños y todo tipo de recomendaciones a mi hermano; las lágrimas comenzaron a correr por su hermoso rostro, convirtiéndose en el camino de saladas a dulces, e inherentes a un abrazo infinito. Al marchar, lo único que puedo recordar es la expresión de mi abuelita: comenzó a llorar y al instante lo hicimos todos en el auto, cada quien en su pequeño espacio. Nadie dijo nada, sólo nuestros brazos se estiraban para alcanzar los del otro, nos consolamos sin decir ni una palabra.

Al llegar al aeropuerto, caminamos por los largos y fríos pasillos, con los aparadores y tiendas a nuestro alrededor observándonos. El lugar no era confortable, tal vez por que sabía que en casi dos horas tendría que despedirme de mi compañero de niñez, aquel con el que peleaba a diario, pero con el que era muy feliz ocupando como nuestro estadio el enorme pasillo detrás de la sala donde nos convertíamos en las grandes estrellas de fútbol, que a decir verdad él siempre fue muy superior; eso era quizá lo que no me hacía sentir a gusto en ese lugar.

Hubo poco tiempo para estar como familia ya que llegaron sus amigos para decirle adiós, también su novia estaba ahí. Tenían mucho que contar, y recordar, no escuché en ningún momento lo que decían pero puedo suponer que le pedían que guardara sus historias en un lugar secreto y que la protegiera para no olvidar, para que al momento de volver estén tan frescos que piensen que sólo se separaron un fin de semana, tal vez un mes pero no un año o más.

Cuando el reloj marcó las ocho de la noche se anunció que los pasajeros con destino a la ciudad de Buenos Aires, Argentina debían pasar a la sala de espera para abordar el avión. Comenzaron las despedidas y el llanto incontenible de algunos. Lo vi muy lejos, abrazando a los demás, mientras en mi cabeza acomodaba el embrollo de mis pensamientos. Esperaba que el tiempo no pasara tan rápido; vi sus ojos cristalinos, y entonces las lágrimas que aguardaban ansiosas detrás de mis parpados brotaron sin control. Olvidé lo que había anotado en mi memoria y dejé que las palabras brotaran solas.

Las cosas pasaron tan rápido, que sólo recuerdo que ya que mi hermano caminaba hacia la entrada de la sala, desde donde no alcanzaríamos a verlo, recargaba mi barbilla sobre la cabeza de mi madre y le decía lo mucho que lo extrañaría, ella sólo apretó mi mano en señal de respuesta. De pronto, él volteó a vernos, alzó su mano y la agitó para despedirse, le llamaron y volteó hacia la señorita que le pedía los papeles, pero miró de nuevo hacia nosotros y su rostro se pintó con aflicción y tristeza, comenzó a llorar y vimos el rostro del niño que no quería entrar a la escuela por no dejar nunca sola a su madre.

Esto es para ti Jimbo, es mi manera de decir que te extraño. MisilAzul